En el año 1996 nuestro querido Jaime Garzón nos enseñó algo sobre la universidad:
Desde el principio, se trataba de un lugar que nos permitía alcanzar la universalidad del conocimiento, un lugar para compartir y aprender a aprender. Hasta que llegaron los profesores.
Nunca creí en estas palabras hasta que la experiencia me lo demostró de facto.
Estudié arquitectura en una pequeña universidad de mi país. Fui un estudiante brillante mientras duró mi proceso como aprendiz, y sobre todo, aproveché mi tiempo quemando pestañas en todos los libros a los que tenía acceso en la biblioteca de la facultad, en charlas que duraban horas sobre las experiencias de mis profesores, y estudiando obras de arquitectos famosos y geniales, Recuerdo una vez, incluso, que tuve el descaro de quedarme tomando mate en la cafetería con un Argentino, mientras mi profesor de taller (para los que conozcan de esto, la materia central de arquitectura) revisaba maquetas, a unos tantos centímetros de mi.
En mi carrera había una chica que se convirtió en su momento en mi mejor amiga. Su nombre es Melissa. Juro por Dios que merece por sus esfuerzos el haberse graduado con todos los honores posibles. A su lado, siempre fui menos que un mediocre.
No, Nunca logré pasar un solo semestre sin perder una materia o dos, ella era simplemente excelente. Algunos años después, tuve _la mejor victoria pírrica de mi vida_ cuando esa misma facultad decidió no volver a aceptarme para el semestre siguiente, un semestre después, ella era una _summa cum laude_ .
Sin embargo, no la celebro como alguien más notable por sus logros, sino como la otra cara de la moneda, una excelente persona por la que aún guardo un cariño infinito, y quien representa esa ruta impecable: la del esfuerzo recto y la excelencia reconocida.
Yo, en cambio, represento otra ruta, más sinuosa y llena de tropiezos. Y celebro mucho más a los mediocres notables (tal vez porque me siento parte del grupo), aquellos que se atrevieron a pensar y a desarrollarse profesionalmente por su cuenta.
Porque ser mediocre en la universidad no significa ser mediocre en la vida. La mediocridad, en mi caso, no fue un signo de incapacidad, sino un espejo incómodo que me obligó a buscar otras formas de crecer, a inventarme un camino propio cuando la institución parecía negármelo.
Ahí descubrí que el verdadero valor de la universidad no estaba en las notas ni en los semestres aprobados sin tropiezos, sino en la chispa de curiosidad que encendió en mí, en la tenacidad que me enseñó y en la posibilidad de crear un pensamiento crítico frente a lo que parecía incuestionable.
Hoy, mientras Melissa brilla con sus títulos y logros merecidos, yo también brillo a mi manera: ya no con escuadra y compás, sino con algoritmos y código.
En lugar de pasar noches enteras frente a planos y Autocad, ahora paso mis días entre Python, cuadernos de machine learning y un IDE que se ha vuelto mi nuevo taller. No diseño edificios, pero construyo sistemas, modelos y estructuras invisibles que, de algún modo, también dan forma al mundo.
Esa “victoria pírrica” de la que hablé fue la semilla de mi presente. Me enseñó que la universidad no garantiza nada, que el conocimiento verdadero no termina en un diploma, y que lo más importante que uno puede sacar de ella es la certeza de que el aprendizaje nunca acaba.
La universidad, como institución, nunca es para todos lo mismo. Para algunos, como Melissa, fue el camino hacia el reconocimiento académico, la disciplina y un ascensor social que reconoce (y mucho menos de lo que debería) a quienes se esfuerzan para alcanzar sus metas. Para otros, como yo, una prueba de resistencia, un espacio para buscar charlas interesantes que dejaban a los deberes en el triste punto de la mediocridad —esa palabra que muchos temen—.
Y quizás ahí está el verdadero secreto: la universidad no es un fin en sí mismo, sino un tránsito. Un puente que puede ser más corto o más largo, más recto o más tortuoso, pero nunca definitivo. No se trata de ganar medallas ni de coleccionar diplomas, sino de encontrar esa chispa que nos obliga a seguir preguntando, a seguir explorando y a no conformarnos con respuestas fáciles.
En un mundo que cambia a velocidades que ninguna malla curricular alcanza, lo único que permanece es la capacidad de aprender y desaprender, de rehacerse y reinventarse tantas veces como haga falta.
Por eso, cuando pienso en Melissa y en mí, no veo vencedores ni vencidos, no veo brillantez contra mediocridad: veo dos rutas distintas hacia un mismo destino inacabado, el de mantenernos vivos en el conocimiento.
La universidad, al final, me regaló lo que Garzón dijo con tanta lucidez: la oportunidad de aprender a aprender. Y esa, creo yo, es la única victoria que nunca será pírrica.
Porque la universidad, más allá de todo, es una excusa para iniciar un viaje que nunca termina: el de aprender a ser, a pensar y a crear.
Y en ese viaje, tanto los brillantes como los mediocres notables tenemos un lugar.