viernes, 1 de julio de 2011

El sueño de las Escalinatas, Jorge Zalamea.

Como los lectores de libros sacros, los pregoneros de milagrerías y los loteadotes de paraísos y nirvanas, también yo he de sentarme de espaldas al Río, frente a las escalinatas plagadas de creyentes y obsedidas de dioses vivos y muertos; frente a los Templos de ladrillo y cobre en cuyas escamas la luz hierve y crepita; bajo los empinados Palacios en cuyas azoteas cunde la algarabía de los monos.

También yo he de llamar a los creyentes para que formen corro en torno mío, y me escuchen.

Pero no he de leerles milagros de dioses, ni hazañas de héroes, ni amores de príncipes, ni proverbios de sabios. Pues respondiendo a lo que viera el ojo, el duro brazo de la cólera arrebató el libro abierto sobre mis rodillas y lo destrozó contra el viento. Y ahora el viento dispersa sus hojas sobre el Río, como ahuyenta el huracán a una bandada de pájaros de mal agüero.

¡Ah! he repudiado el libro.

He abolido los libros.

Sólo quiero ahora la palabra viva e hiriente que, como piedra de honda, hienda los pechos y, como el vahoroso acero desenvainado, sepa hallar el camino de la sangre. Sólo quiero el grito que destroce la garganta, deje en el paladar sabor de entraña y calcine los labios profirientes. Sólo quiero el lenguaje del que se hace uso en las escalinatas.

Pues tengo el designo, ¡oh, creyentes!, de abrir audiencia aquí, sobre las escalinatas, de espaldas al Río, frente a los Templos y bajo los Palacios.

Designio de incoar un proceso —el vuestro—; de armar un alegato —el vuestro—; de reanudar, fomentar y dirimir la más antigua querella —la vuestra.

Apelo a vosotros, ¡creyentes! Necesito de vosotros y de todos los seres de condición contradicha.

He aquí, pues, mis citaciones a esta audiencia:

En primer término, cito a los hongos humanos que proliferan sobre las escalinatas o agonizan en ellas:

Esculturas vivientes, gesticulantes y gimientes que abren avenida hacia la abierta sala de nuestra audiencia:

El adolescente epiléptico que hace precipitar el ritmo de las plegarias con su alarido de entusiasmo y su bramar de espanto;

el enano que salmodia su irreparable mendicidad bajo el lujo su enorme turbante amarillo;

el paralítico que, con sus tablillas ambulatorias, remeda sobre la sorda piedra la invitación de las castañuelas a la danza;

la leprosa que, mendicante, púdica, coqueta, desesperada, exasperada, cierra o hace flotar el vuelo violeta de su manto sobre su desleída carne gris;

el niño que pone al sol los coágulos azulencos de sus ojos descompuestos;

el hermoso mozo mutilado por sus propios padres para que la muda y muda plegaria de sus muñones le garantice el pan de cada día;

el demente,

el sifilítico,

el idiota,

el varioloso,

el pianoso,

el tiñoso,

el sarnoso,

el caratoso,

el tuberculoso,

y toda la horda innumerable de los consuntos.

Que vengan aquí, que se acuclillen en primera fila, muy cerca de mí para que su yerta brasa haga borbollar las palabras en mi pecho hasta que broten de él lenguas de fuego.

Pues quiero desatar un gran incendio.

Dosis Diarias