jueves, 11 de octubre de 2012

Procedimiento post-mortem

Uno. Estoy sentado en mi habitación, hay que cerrar la puerta con llave (claro, será más práctico y evitaré interrupciones indeseables). Frente a mi yacen con meticulosidad premeditada un lapicero de tinta negra y una hoja grande, tan vacía como mis exiguas entrañas. Pero esperen, mis manos tiemblan y las lágrimas están manchando la hoja blanca; tomaré un buen suspiro. Garabateo con una caligrafía lamentable un título que dice "Para mi familia y seres amados" y me lamento mil veces por nombrar esa maldita carta de manera tan estúpida, pero qué importa ya. (¿Qué demonios ocurre ahora?) No logro conectar mi mente con mis manos y las palabras con las que intento empezar la carta se me hacen llanas y sin sentido, ya no hay cohesión (Pero a nadie le importará)

Dos. Creo que ya es muy tarde, pero supongo que nunca es tarde o temprano para la muerte. (Claro, después de todo vendría por mi cuando menos lo pensara y prefiero controlar mi propio destino a base de mi propia decisión) Mejor dejaré la carta así como está, igual nadie lo entenderá. Apago la luz con suavidad y dejo que mis ojos se acostumbren lentamente al cambio. La sonata claro de luna ya suena por décima vez, cierro los ojos con sosiego y aguardo con el brazo extendido a que la maravillosa pieza retorne a su "Adagio sostenuto" porque no quiero hacerlo mientras escucho el "Presto agitato". La sonata para piano me otorga su permiso, cierro los ojos y la imagino por última vez (sí, siempre le dije que lo último que quería ver antes de morir era su rostro), mi cabeza se deja caer por un peso inconsciente hacia atrás, aguanto la respiración y hundo con parsimonia el metal frío en mi piel (pronto ya no sentiré nada). El charco inmundo de sangre parece ya un pantano de linfa, qué desastre (adiós, igual siempre te amaré).

Tres. Es miércoles, el alba ya hizo su aparición y su sopor también. Mi madre no acostumbra despedirse a las seis de la mañana, pero dicen por ahí que ellas saben, siempre saben. Intenta abrir mi puerta pero es inútil. Un golpe, dos golpes, no hay respuesta (ya no estoy aquí). Diez golpes, once golpes, doce golpes, "¿porqué no abres la puerta? sólo quiero despedirme antes de irme al trabajo" (pero es muy tarde ya, mamá). Mi padre se despierta por tanto alboroto, con enojo afirma que si tantas ganas tiene de despedirse, abrirá la puerta con las llaves y así lo hace. Lo siguiente es una procesión silenciosa, la pantomima fúnebre es evidente y ambos se quiebran en la entrada de mi cuarto. Mis hermanos ya se habían ido al colegio (mejor así), mis padres se hacen cargo de mi cadáver lastimero y me lloran. "¿Porqué lo hiciste?, ¡Despierta!".

Cuatro. Ambos observan mi cuerpo inerte con incredulidad y ahora se culpan por mi decisión (por favor, ustedes no tienen nada que ver con esto). La perturbación se desata y todo el mundo se entera. Todos incluso ella; la razón de mi ya caducada vida. Ah, llega el otro día y un funeral improvisado se celebra en mi nombre. Y allí están todos, incluso ella. Otra vez la sonata y una cantidad desmedida de rosas rojas (qué bien, lo recordaste). Al día siguiente mi cuerpo lánguido ya está tres metros bajo tierra y ella arroja a mi fosa sepulcral ese colgante verde con diseños complejos.

Cinco. Pasan los meses. Ella ahora no sale de mi habitación. Se queda varios días y pide permiso a mis padres para que le permitan dormir ahí, entre mis cartas, y mi olor perpetuo a sangre coagulada. Se culpa mil veces más antes de conciliar el sueño y dormitar entre sus lágrimas (pero si esto tampoco tiene que ver contigo). Bueno, no fui capaz de quedarme en nuestro mundo apocado para seguir luchando batallas perdidas; cúlpame a mi.

Cúlpame, pero nunca me dejes de amar. Cúlpame, pero no me odies, nos volveremos a ver algún día. Lejos de tanta mierda.

Seis. Lágrimas. Siete. Arrepentimiento. Ocho. Culpa. Nueve. Amor inmortal. Diez... un "2" por siempre.

Dosis Diarias